Los que hemos vivido durante muchos años en Cataluña sabemos que es diferente. Y no por seguir el tópico que se aplicaba a España durante el franquismo, que también ellos fueron víctimas del mismo en su propia lengua. Sin embargo, también es cierto que Barcelona es muy diferente al resto de Cataluña. Frente al cosmopolitismo de la gran urbe y su cinturón industrial, existe una Cataluña profunda, casi monolingüe, que ignora o desprecia lo “español”, entendido como aquello que llega, como centralismo e imposición, fuera de sus lares y es ajeno a su lengua y a su cultura. Esta percepción y una larga historia de agravios que llega desde el advenimiento de los Borbones a España a comienzos del XVIII y la imposición de los Decretos de Nueva Planta (por el posicionamiento catalán en la Guerra de Sucesión a favor de la dinastía austriaca y contrario a la borbona) que causaron un gran malestar en la incipiente burguesía, y desde entonces un ultraje histórico.
Podemos hablar en serio de Cataluña o podemos hablar como lo hacen algunos partidos políticos tildando a todos los catalanes de separatistas, egocéntricos e insaciables, tanto como gentes que emplean el agravio histórico como arma para conseguir todo.
El problema de estos análisis simplistas y toscos siempre ha sido la proporcionalidad, la demonización, la incomprensión, el aislamiento… así como la falta de ecuanimidad en el análisis, porque las partes analizantes tienen interés en acometer o preservarse. En estos términos, la historia de Cataluña y la historia de España en general ha estado marcada por el encuentro-desencuentro. Durante la Guerra Civil, por ejemplo, los dirigentes catalanes no estuvieron a la altura de la historia, como recordaba Azaña en sus memorias (y le hicieron la vida imposible, a pesar del especial interés hacia ellos del intelectual presidente de la República), y se perdió una oportunidad.
El problema de Cataluña siempre ha sido, pues, el equilibrio, la proporcionalidad, la puesta en funcionamiento de la razón de ser y su ausencia, y el no tener en cuenta más lo que nos une que lo que nos separa.
Ahora, durante estas próximas elecciones, los partidos políticos catalanes tendrán oportunidad de ser conscientes de ello y no jugar con los ciudadanos a despertarles bajos instintos ancestrales y efluvios de odio y rencor.
El odio y el rencor ha de ser administrado en pequeñas dosis porque su fetidez acaba por matar al mejor pueblo.
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